domingo, 17 de mayo de 2015

Desde Cicerón hasta el imperio de Alejandro Severo (I): reseña de la historia política

La corrupción y la anarquía invaden a la sociedad romana y preparan un nuevo orden de cosas, que cambia la faz de la república. La debilidad del senado le hace impotente para tener a raya las pasiones que se desbordan, para dirigir las asambleas populares, para conciliar el principio democrático con la extensión de los dominios romanos, para calmar los odios profundos entre los ricos y los pobres y para proteger a las provincias de la opresión y rapacidad de los gobernadores. Al final del período que antecede (años 621 y 632 de la fundación de Roma), las sediciones de los Gracos, en que por primera vez se derramó sangre romana en discordias intestinas, fueron el preludio de los prolongados disturbios que hicieron imposible la forma antigua de gobierno.

Marco Aurelio y la historia politica de Roma

- Del tránsito de una constitución libre –aunque degenerada–, al despotismo: principales acontecimientos de la época


Para manifestar cómo se verificó el tránsito de una constitución libre, aunque degenerada, al despotismo, necesario es que tracemos ligeramente los principales acontecimientos de la época. Mario, guerrero bárbaro y de origen humilde, poniéndose al frente de la multitud y obteniendo el consulado por seis años con infracción abierta de las leyes, que exigían diez años de intersticio, puede ser considerado como el primer tirano de su patria. Sila, sostenido por los patricios, triunfó de él, y nombrado dictador por un tiempo ilimitado, tuvo el cargo de restablecer el orden de la república: su gobierno fue cruel; en él empezaron las confiscaciones y las proscripciones, que por espacio de sesenta años fueron el arma funesta de las facciones dominantes contra las facciones vencidas. Queriendo restablecer la república a su primitivo estado y restituir al senado su esplendor, avasalló a la plebe y a los caballeros, despojó de la mayor parte de su autoridad a los tribunos, disolvió los comicios tributos, y revistió exclusivamente a los centuriados del poder legislativo. Su obra fue destruida por Pompeyo, que desechando la tiranía de los nobles y la de la muchedumbre, buscó un sistema medio: entonces los caballeros, los tributos y los comicios tributos volvieron otra vez a obtener el lugar que habían perdido. Pompeyo se coligó con Craso y con César para gobernar la república con el triunvirato (año 690 de la fundación de Roma); pero la mala inteligencia entre ellos, los errores de Pompeyo y la ambición de César concluyeron por el vencimiento del primero y por quedar este dueño absoluto de la república.

Elevado César a tanta altura bajo el título de dictador y emperador, y contando con las simpatías del pueblo, cuyas pasiones por mucho tiempo había lisonjeado, hizo triunfar el orden público y la igualdad social, libertó a las provincias de la opresión en que gemían, dio el derecho de la ciudad a la Galia Cisalpina, echó los cimientos del gobierno militar, reformó el calendario, y se preparaba a dar un código general y uniforme, cuando los puñales de los nobles cortaron sus días en el seno mismo del senado. El joven Octavio, sobrino e hijo adoptivo de César, era el llamado a recoger su sangrienta herencia. Candidato opuesto por el senado a las pretensiones de Marco Antonio, creyó que le era más conveniente aliarse con él y con Lépido (año 711 de la fundación de Roma), y juntos formaron un triunvirato célebre por sus proscripciones, hasta que vencedor de sus colegas en la batalla de Accio, concentró en sus propias manos toda la autoridad suprema de la república (año 727 de la fundación de Roma). Desde esta época data el establecimiento del imperio, que puede considerarse como el triunfo del poder militar sobre el gobierno civil. Con el nombre de Augusto, llegó Octavio a ser de hecho el soberano de Roma, si bien cediendo a miras políticas que no podía desatender impunemente, aparentó conservar las antiguas formas democráticas. Paulatina y gradualmente adquirió la plenitud del poder, que le fue conferido siempre provisional y como extraordinariamente por períodos de cinco y diez años. Sin cambiar los nombres, ni las atribuciones, ni las insignias, ni la forma de elección de las magistraturas, Augusto vino a reconcentrarlas en sí mismo y a dejar en legado a sus sucesores el ejercicio de las más interesantes. Una revolución verdadera cambió en el fondo las antiguas formas republicanas, y el elemento monárquico se sobrepuso al aristocrático y al democrático, que tan agitada habían tenido a la república.

El príncipe entonces vino a ser el jefe del Estado: con los títulos de Imperator, Caesar, Augustus reasume el poder consular, el mando de los ejércitos, el derecho de declarar la guerra, el de hacer la paz, el de vida y muerte, la autoridad proconsular en las provincias más interesantes, la censura que ejerce bajo el título de praefectura morum, y que le facilita crear y eliminar senadores, el pontificado máximo, y por último el poder tribunicio, que al mismo tiempo que le reviste de inviolabilidad haciendo sagrada su persona le confiere la más interesante quizá de todas sus prerrogativas, que es la de anular con el veto las disposiciones de los demás magistrados, y aún los acuerdos del senado. Ejerciendo el príncipe tantas magistraturas a la vez, tiene el derecho de dar edictos, que son obligatorios por todo el tiempo que sigue en sus funciones, es decir, durante su vida, y que adoptados por los que le reemplazan, vienen con el tiempo a ser otra fuente de Derecho, y a dar en la esencia poder legislativo a los emperadores, que después proclamaron como derecho propio la autoridad que a la sombra de artificios habían conquistado.

Mas a pesar del poder omnímodo que los Césares llegaron a obtener, no se introdujo en la sucesión al imperio el principio hereditario: el emperador reinante solía designar su sucesor, frecuentemente adoptándolo y aun dándole participación en sus funciones. El senado era el que lo elegía, si bien cediendo comúnmente a las exigencias de los ejércitos victoriosos. El pueblo, el senado y las legiones prestaban juramento de fidelidad al emperador en el primer día del año.

Consiguiente era al cambio efectuado que lenta y gradualmente fuera desapareciendo el poder legislativo del pueblo. Ya sólo se reúne en los comicios centuriados y tributos para votar sobre las proposiciones del senado o del emperador, y no necesitaban asistir personalmente los ciudadanos, porque pueden votar por escrito. Muy pronto cesan estas asambleas, cuyas funciones son reasumidas por el senado y por los emperadores.

El senado pierde en esta época la gran importancia política que había tenido en los días de la república. Sumiso ya tan pronto a la tiranía de los Césares, que designaban a sus miembros, como a las sediciones militares, sólo ejerce la autoridad que buenamente le permiten. Aunque a él corresponde la elección de los emperadores, carece casi siempre de la libertad necesaria para hacerla a medida de su gusto; y cuando al fin de cada reinado parece que recobra su independencia para colocar al emperador finado en el número de los dioses y confirmar sus actos, o para anularlos y escarnecer su memoria, tiene aun entonces que consultar las aficiones del elevado nuevamente al solio y procurar no incurrir en su odio, cuando sabe que no es indiferente a la gloria o a la infamia del que le precede en el imperio. Puede decirse que por regla general se extienden más las atribuciones del senado; reemplaza frecuentemente al pueblo en su facultad legislativa, y así los senado-consultos vienen a ocupar a veces el lugar de las antiguas leyes y plebiscitos; elige a los magistrados, a excepción de los cónsules, cuyo nombramiento el emperador se reserva, y adquiere jurisdicción criminal, especialmente para juzgar los delitos contra el Estado y contra el príncipe, los de concusión de los funcionarios provinciales, y las acusaciones capitales contra los senadores.

Las magistraturas siguen la suerte de todas las demás instituciones, y si bien en la mayor parte conservan el antiguo nombre, cambian mucho en la extensión de sus funciones: algunas dejan de existir en el siglo tercero de la era cristiana. La dignidad consular queda así reducida a la honorífica distinción de presidir el senado: algunos emperadores se honran con este título, y Augusto para facilitar su acceso suele cada dos meses hacer nombrar nuevos cónsules. La magistratura que conservó mayor importancia fue sin duda la de los pretores, cuyo número, extendido por Augusto a doce, llegó a diez y seis en tiempos de Tiberio, sin contar entre ellos a otros que debían de entender especialmente en determinados negocios.

Pero aunque estaban subsistentes en el nombre las antiguas magistraturas, sus atribuciones fueron sucesivamente traspasándose a nuevos funcionarios creados por los emperadores. El primero que debemos mencionar es el gobernador de la ciudad (praefectus urbi) creado por Augusto. Este magistrado puede ser considerado como el lugarteniente en ausencia del emperador; reúne a las funciones de los antiguos ediles la jurisdicción criminal en Roma y en el radio de cien millas, y llega después también a tener la civil, siendo juez de apelación de los demás tribunales de la ciudad, incluso el del pretor.

El prefecto de las cohortes pretorianas (praefectus praetorio) fue también creado por Augusto, y con el tiempo vino a ser la primera persona del Estado después del emperador. Limitado estuvo al principio a funciones puramente militares; pero después tuvo participación en todas las medidas políticas, y concurrió a la decisión de los juicios que se sometían al emperador, delante del cual solamente eran apelables sus sentencias.

A este mismo periodo corresponden las magistradores del praefectus annonae, del praefectus vigilum y de los praefecti aerarii. El praefectus annonae era durante la república creado extraordinariamente en días de carestía y de hambre; pero desde Augusto fue un magistrado ordinario encargado de la provisión y de la policía de subsistencias y de juzgar los delitos a ella referentes. El praefectus vigilum cuidaba de prevenir los robos y los incendios y de castigar a sus autores. Los praefecti aerarii, instituidos por Augusto, reemplazaron a los cuestores, y fueron definitivamente restablecidos por Trajano, que dejó sin efecto la rehabilitación de la cuestura que había tenido el emperador Claudio: los cuestores desde entonces fueron sólo magistrados provinciales.

Al lado de los funcionarios públicos había un consejo de hombres prácticos y entendidos (consilium assessorum), que introducido al principio por la voluntad de los que ejercían las magistraturas, llegó en el siglo III a tener el carácter de consejo permanente y retribuido. Los príncipes tenían también a su lado un consejo privado, cuya presidencia en tiempo de Adriano se confirió al prefecto de las cohortes pretorianas; se componía este consejo de magistrados, de funcionarios de diferentes clases y de senadores designados primitivamente por la suerte, y renovados ya cada seis meses, ya anualmente, y después elegidos por el príncipe, y llamados por él compañeros y amigos (comites, amici). Estos individuos seguían al emperador aun en campaña, lo ayudaban con sus consejos, y se puede decir que eran copartícipes de la autoridad soberana.

Los empleados en el palacio imperial en tiempo de los primeros Césares fueron meros dependientes domésticos; más desde Adriano se convirtió esto en servicio público ambicionado por personas ilustres; innovación que ejerció una gran influencia en el período siguiente de la historia.

Digno es de fijar la atención el cambio que experimentó el servicio militar: de él nacieron las exenciones y privilegios de los soldados, cuyas consecuencias han alcanzado a muchos pueblos modernos. El servicio militar en tiempo de la república era a la vez un derecho y un deber político, que comprendía a todos los ciudadanos inscritos en el censo, los cuales, concluida la guerra, volvían a entrar en la vida civil. Las guerras domésticas habían falseado esta institución, y so color de restaurarla Augusto cambió su índole acomodándola a las exigencias de la nueva forma de gobierno. Los ejércitos empezaron a ser permanentes, se creó la guardia pretoriana (cohortes praetorianae), que en los tiempos sucesivos elevó con tanta frecuencia sobre sus escudos al que quería investir con la púrpura imperial, y en una época en que por medios tan artificiales se quería compeler a los ciudadanos al matrimonio, se prescribió el celibato a los soldados otorgándoles los mismos derechos que las leyes Julia y Papia Popea habían introducido a favor de los casados y de los padres. A este privilegio siguieron los de la facultad de testar sin solemnidades y del preludio castrense y los otorgados a los veteranos.

Los tributos en este período se multiplican extraordinariamente: según nos dice Suetonio, no había cosa ni persona que no estuviera sujeta a un impuesto; su larga nomenclatura no debe cabida en esta reseña. Pero ya no entran todos sus productos en el erario: al lado de él se crea una caja militar que está a la disposición del emperador; se le da el nombre de fisco. La administración y la facultad de disponer del fisco está reservada al príncipe, mientras que la del erario, al menos en las formas exteriores, permanece en el senado. Además de estos tesoros existe el patrimonio que el emperador tiene como peculiar suyo (patrimonium Caesaris), que sólo extraordinariamente se destina a las necesidades públicas, y que las leyes a veces asimilan a las cosas del fisco. La corte de los Césares, la paga y los donativos a los soldados, las obras públicas, los espectáculos y las distribuciones al pueblo, son los gastos en que se invierten los tributos.

En la administración de las provincias siguen los emperadores una política parecida a la que habían adoptado en Roma para centralizar en sus manos el poder y tener en la dependencia conveniente a los que las gobernaban. Se dividieron desde Augusto las provincias en dos clases: una de las militares, es decir, de aquellas en que residía el ejército y que administraba el emperador por medio de sus legados con los nombres de prefectos y de presidentes; estas se denominan provinciae Caesaris, en contraposición a las que seguían dependiendo, al menos en la apariencia, del senado, llamadas provinciae populi o provinciae senatus, que continuaron regidas por los procónsules, si bien con poderes más limitados que los que antes obtenían. En unas y en otras existían procuradores, que inferiores a los gobernadores en dignidad estaban encargados de vigilar por los intereses fiscales, y aun de administrar las provincias de menor importancia. Los impuestos de las provincias del César recibían el nombre de tributum, y entraban en el fisco: los de las provincias del pueblo se llamaban stipendium, e ingresaban en el erario. De aquí proviene la nomenclatura de provinciae stipendiariae y provinciae tributariae. La avaricia de los magistrados provinciales queda cohibida en virtud de la autoridad del príncipe y del señalamiento de salario fijo con que se les retribuye. Algunas de las provincias, especialmente las que no están expuestas a incursiones de los enemigos, ni ocupadas por las legiones del imperio, llegan a un alto grado de prosperidad, y se emancipan de la barbarie admitiendo las ciencias, las artes, las leyes y el habla de los vencedores. Al lado de los gobernadores de las provincias, del mismo modo que al de los magistrados de Roma, hay un consejo de asesores; ni los gobernadores, ni los asesores pueden ser de la provincia en que ejercen sus funciones, precaución que con otras de índole parecida tienen por objeto evitar que adquieran una influencia peligrosa.

- Emperadores de este período de la historia de Roma


Concluiremos la reseña de la historia política de este período con la enumeración de los emperadores que en él obtuvieron el púrpura. A Augusto sucedió su hijo adoptivo Tiberio, que afectando rehusar la dignidad imperial consiguió apoderarse de ella, y arrojando la máscara con que se había cubierto en los primeros años de su reinado, manifestó el carácter sombrío y cruel con que nos lo representa la historia. Esta misma alternativa de buena y malas cualidades desenvolvieron sus sucesores Calígula, Claudio aclamado por los soldados, y Nerón, tres monstruos que se hicieron insoportables, y perecieron, el primero asesinado por los senadores y caballeros que no pudieron soportar su tiranía, el segundo envenenado por su mujer, y el último acudiendo al suicidio para libertarse de la venganza de sus enemigos. Galga, elegido por las legiones de Hispania, agobiado por los años, entregado ciegamente a sus ministros, más justo y severo que político, pereció a los siete meses de su imperio por orden de Otón, que le sucedió. Otón, vencido por Vitelio, se quitó la vida a poco más de los tres meses de vestir el púrpura. Vitelio sólo reinó ocho meses, muriendo despedazado por sus mismos soldados, dejando manchada su memoria por su crueldad y por sus vicios.

A estos seres degradados siguió Vespasiano, elevado a la dignidad imperial por las legiones del Oriente. Después de una serie de tiranos, no podemos menos de complacernos al ver un príncipe digno de la humanidad. Su hijo Tito, a quien se dio el dictado de Delicias del género humano, fue un héroe, y se mostró grande en la silla imperial, especialmente por su amor a la justicia: su hermano Domiciano hace revivir la memoria de los malos príncipes; manchado con la sangre de sus súbditos muere asesinado por efecto de una conspiración, en la que su mujer es el principal agente. Los asesinos de Domiciano proclaman al anciano Nerva, que aunque tímido procura el bien de la patria, y que adoptando y designando por su sucesor al gran Trajano hizo al imperio un servicio importante.

Trajano, gran capitán, gran político y sinceramente virtuoso, es uno de los príncipes más cumplidos que la historia nos presenta. El sentimiento que su pérdida causó fue mitigado por las bellas cualidades de su sucesor Adriano, de cuyo imperio puede decirse que data una nueva era para la jurisprudencia; le sucedió el virtuoso Antonino, al que se dio el nombre de Pio.

Marco Aurelio y Lucio Vero, denominados comúnmente Divi fratres, suceden a Antonino, y presentan el primer ejemplo de dos emperadores unidos en el solio. Las virtudes del primero eclipsan los vicios del segundo, que arrebatado por la muerte, dejó a su colega sólo en el poder, hasta que este algunos años después asoció a su hijo Commodo en el imperio.

La muerte de Marco Aurelio dejó a Commodo por único soberano: monstruo abominable, violó todas las leyes, hasta que una conspiración cortó el hilo de sus días. En su lugar Pertinaz, digno del solio, fue proclamado emperador por las cohortes pretorianas, que tres meses después le asesinaron. Cuatro pretendientes elevados a la vez sobre los escudos de sus soldados le disputan la púrpura imperial, sobreponiéndose a todos Séptimo Severo, que logró vencer a sus rivales. Caracalla y Geta, hijos de Séptimo Severo, a la muerte de éste ascendieron al solio, pero muy pronto el primero con su propia mano, y en los brazos de su madre, asesinó a su hermano: sus crímenes llenaron de oprobio su memoria, y armaron la venganza de Macrino, que le hizo matar, y le reemplazó en el imperio. El reinado de este fue cruel y breve, pues Eliogábalo proclamado emperador por los soldados, marchó contra Macrino, y le venció, obligándole a retirarse a Antioquía, donde fue asesinado. Pocos años después sufrió la misma suerte Eliogábalo, que se distinguió por sus vicios, por sus extravagancias y por sus crímenes. Le reemplazó Alejandro Severo, que aunque sólo de 16 años de edad, remedió los males de la patria, y se distinguió por su talento, valor, regularidad de costumbres y carácter bondadoso. Los soldados cortaron los días de este emperador esclarecido, instigados por un godo llamado Maximiano, que le sucedió en el imperio.

----------

- Desde Cicerón hasta el imperio de Alejandro Severo


+ Desde Cicerón hasta el imperio de Alejandro Severo (II): orígenes del derecho en este período

+ Desde Cicerón hasta el imperio de Alejandro Severo (III): estado del derecho al fin del tercer período

+ Desde Cicerón hasta el imperio de Alejandro Severo (IV): cultura del derecho

----------

Fuente:
Curso histórico-exegético del Derecho romano | D. Pedro Gómez de la Serna | Páginas 44 - 54.