lunes, 13 de julio de 2015

Del Derecho romano después del imperio de Justiniano (II): en occidente

En Occidente fue poco propicia la fortuna a los sucesores de Justiniano. Despojados de Italia por los lombardos, les quedó sólo el exarcado de Rávena, que no tardó en quedar libre de la dominación de los emperadores de Oriente (año 752). Mas esta dominación, a pesar de ser tan pasajera, dejó huellas profundas: el edicto de Teodorico cesó de observarse a los cincuenta y cuatro años de su existencia (año 554) sin necesidad de revocación expresa: tan poco había llegado a arraigarse. Lo reemplazaron las compilaciones de Justiniano, que este emperador hizo obligatorias a los países de Italia que el valor y la pericia de sus generales había conquistado, y su autoridad fue tan grande, que sobrevivió a las revoluciones políticas que acaecieron en los siglos siguientes. Sin embargo, bajo la dominación de los francos se introdujo y aun se retocó en Italia el Breviario de Alarico. En los demás países que las armas de los bárbaros habían arrancado a la dominación romana, continuó el derecho de castas, hasta que estas fueron sucesivamente fundiéndose y formaron unidades nacionales. No es nuestro objeto manifestar los pasos que vinieron a producir semejante resultado: pero sí indicar, aunque ligeramente, como el Derecho romano, oscurecido y de autoridad incierta en algunos siglos, y las compilaciones de Justiniano, que nunca habían sido ley para la mayor parte de las naciones de Occidente, vinieron a levantarse para dominar al mundo con sus doctrinas.

Mosaicos bizantinos y Derecho romano

El Derecho romano nunca pereció del todo: subsistiendo con más o menos eficacia al lado de las leyes de los bárbaros y a la sombra del cristianismo, dirigía la vida civil de los pueblos sojuzgados, y era uno de los elementos que más debían contribuir a la civilización de la Europa moderna. El siglo XII estaba destinado a una revolución gloriosa que había de contribuir eficazmente a los progresos y a la felicidad de las naciones: el Derecho romano, saliendo de la oscuridad en que yacía, comenzó a constituir el estudio de los que habían de ser los maestros de la ciencia política. Se debe esto principalmente al rápido progreso de las repúblicas de Italia, que oprimida durante siglos bajo el peso de las invasiones extranjeras, se levantaba de nuevo a un alto grado de prosperidad, de poder y de riqueza: el desarrollo material debía producir el de una ciencia tan ligada a las exigencias de la vida social (1). Bolonia eclipsó en poco tiempo las glorias de la antigua escuela de Rávena: el célebre Irnerio explica allí las leyes de Justiniano; d todos los países de Europa acuden a oír los principios luminosos que debían destruir la anarquía y la opresión de aquellos siglos desgraciados para llevarlos a su patria, y bajo la protección de los emperadores y de los reyes comienza la dictadura que los nuevos estudios estaban destinados a realizar. El sistema de Irnerio y de su escuela, a la que se dio el nombre de los glosadores, consistía en poner en notas o glosas interlineales en un principio, y después en notas marginales, indicaciones breves y precisas para la inteligencia de los textos de Justiniano. A Acursio se debe el importante servicio de haber reunido estas glosas esparcidas, y con las suyas propias compuesto la glosa ordinaria, formando así un comentario completo sobre todo el cuerpo del Derecho. Este trabajo, que era el compendio de los de los doctores más célebres, vino a hacer inútiles los otros y adquirió una celebridad casi exclusiva en las academias y en el foro a pesar de su poca crítica, de sus inexactitudes y alteraciones. Tanto Acursio como sus sucesores se separaron de la elegante precisión de Irnerio, e introdujeron un estilo semibárbaro en la jurisprudencia. De la escuela de los glosadores es la división del Digesto en Vetus, Infortiatum y Novum.

El ejemplo de Bolonia se extendió bien pronto por Italia, y desde allí cundió a los demás países de Europa. Se creaban por doquier universidades, palabra que designaba a las escuelas como corporaciones, y que no tenía el sentido que después se le dio de reunión de todas las ciencias. Estas instituciones por lo general eran libres y no debían su función al poder: bastaba que se reuniera cierto número de discípulos o maestros o colegios, y que se constituyeran en corporación (universitas); de estudiantes eran las universidades de Italia y casi todas las de Francia y las de España; de maestros las de París y las de Alemania, y de colegios las de Inglaterra. Cuando las escuelas se consideraban, no como corporaciones, sino como establecimientos de instrucción, se llamaba estudios, y a las que llegaban a adquirir una autoridad reconocida en todas partes, se denominaba estudios generales.

Los glosadores resucitaron la afición a los estudios jurídicos, y llegaron a obtener una autoridad casi igual a la que los jurisconsultos romanos habían ejercido en los buenos días de la ciencia. Dotados de una sagacidad indisputable para interpretar, tuvieron que luchar con las dificultades que el estado intelectual de su época debía de ofrecerles; y aunque poco conocedores de la historia y de la filología, llenaron cumplidamente la misión que su siglo les impuso. Su espíritu de imitar a los jurisconsultos romanos mas que otra causa los división en dos escuelas, que reconocieron por jefes a Búlgaro y a Martín Gosia.

Bartolo de Saxo Ferrato, que es el jurisconsulto más ilustre del siglo XIV, creó una nueva escuela que sucedió a la de los glosadores, escribiendo tratados e introduciendo en la jurisprudencia la dialéctica resucitada por los árabes. Los jurisconsultos principales de su escuela fueron su discípulo y contradictor Baldo y Paulo de Castro.

Del estado a que el espíritu de sutileza de la escuela de Bartolo había reducido la ciencia del Derecho, vino a sacarla Angel Policiano, asociándola al estudio de las bellas letras y de la historia, y siendo el precursor de Alciato, al que puede considerarse como fundador de la escuela del siglo XVI. Los jurisconsultos más notables que le sucedieron en el mismo siglo fueron Cujas (Cujacius) y Donneau (Donellus), más notable el primero por sus estudios históricos y filológicos, y el segundo por su filosofía, Domat en el siglo XVII, y Pothier, Vinnio, Heinecio y Vico en el XVIII.

Mas a pesar de la bien merecida reputación de estos y de otros nombres, una época de decadencia reemplaza a la gloriosa del siglo XVI: la ciencia fue casi del todo sacrificada a la práctica, y el número de los escritores de Derecho romano disminuyó notablemente. El siglo XIX ha vuelto a anudar los trabajos históricos, y bajo este punto de vista puede decirse que es una continuación del XVI. Grande es el número de los jurisconsultos que ya han contribuido en él eficazmente a los adelantos de la ciencia. Savigny, Thibaut, Hugo, Mackeldey, Zimmern, Niebuhr Schrader, y Mühlenbruch en Alemania. Blondeau, Ducaurroy, Giraud, Laboulaye y Ortolan en Francia; Wamkoenig, Holcio y Maynz en Bélgica, y Macieiowski en Polonia, entre otros muchos nos marcan el camino que debemos seguir para perfeccionar esta parte tan interesante de los estudios jurídicos: a ello también nos excita el descubrimiento de texto que no poseyeron los jurisconsultos de los siglos anteriores.

Dejando aparte la historia general del Derecho romano en Occidente, veremos rápidamente cuáles fueron sus destinos en nuestro país. Del mismo modo que en los demás países que los bárbaros sometieron a sus armas, los visigodos permitieron a los vencidos que siguieran decidiendo todas sus controversias por el Derecho romano, que había venido a ser el nacional: el derecho de castas fue por lo tanto el dominante: así es que al lado del Código de Tolosa, que compiló las leyes de los bárbaros, se formó para los antiguos habitantes de la monarquía el Alariciano: el Derecho romano, pues, recibió una nueva sanción por la promulgación del Código de Alarico. Al dirigirlo este rey a los gobernantes de las provincias, les mandaba que bajo pena de muerte y de confiscación de bienes diesen las providencias necesarias para que no se juzgara por otra ley en los tribunales de su jurisdicción. De aquí ha dimanado sin duda la opinión errada de que bajo la severa pena capital estaba prohibiéndose la alegación de leyes romanas, opinión recibida generalmente por los jurisconsultos extranjeros y por los nuestros que siguieron a Oldrado, cuya autoridad arrastró al Consejo de Castilla, para suponer existente una ley cuya época y autor eran ignorados. El Fuero Juzgo compilado por primera vez en tiempo de Chindasvinto y perfeccionado por sus sucesores, hizo cesar las leyes especiales de las castas y estableció el principio de igualdad de derecho en los súbditos de la Monarquía. No entraremos en el examen de este código, porque no es nuestro objeto: limitándonos a su relación con el romano, diremos que ya transcribe algunos fragmentos suyos, ya adoptados, supone, modifica o corrige sus principios, prohíbe el uso de toda ley extranjera citando expresamente las romanas, si bien permite su estudio para ejercicio de la inteligencia y castiga con la pena de treinta libras de oro a los que presenten en juicio otro libro legal y al juez que no mande romperlos. El Breviario de Alarico fue el seguido por los redactores del Fuero Juzgo en los fragmentos que tomaron del Derecho romano, y no las leyes de Justiniano como pretenden algunos escritores más modernos.

Cuando D. Alfonso el Sabio en el siglo XIII trató de sacar al Derecho del caos y de la falta de unidad a que lo habían reducido la legislación foral y las calamidades que afligieron a nuestro país, encontró ya en parte preparado el camino para introducir en España los principios del Derecho de Justiniano. Su autoridad había pasado desde las escuelas de Bolonia a las de España, y era el estudio favorito de los letrados que siguieron el impulso general de la época: así nuestro Código de las Siete Partidas en los puntos de derecho civil es una redacción metódica de las leyes del Digesto y del Código de Justiniano con algunas adiciones de los fueros castellanos. La influencia doctrinal que las Partidas ejercieron a pesar de no haber obtenido fuerza de ley hasta el reinado de D. Alfonso XI, y entonces solo en defecto de otras disposiciones o generales o forales que estuvieran en observancia, dio tal importancia al Derecho romano, que puede decirse sin exageración que llegó a ser el estudio exclusivo de nuestras escuelas en los puntos que arreglaban las relaciones individuales de los ciudadanos. Nuestros intérpretes y a los tribunales siguieron las opiniones dominantes, y solo en el siglo que antecede fue cuando empezó a tomar un giro menos exclusivo la dirección de los estudios jurídicos.

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(1) Por mucho tiempo prevaleció la opinión de que el Derecho romano había desaparecido en la primera parte de la edad media, que un manuscrito único de las Pandectas oculto en Amalfi había caído en manos de Lotario II en el asalto de la ciudad, y que este emperador lo había entregado como presente a los de Pisa sus aliados, dando al mismo tiempo una ley para que el Derecho romano reemplazase en la práctica al de los bárbaros, y que se crearan escuelas públicas en que se enseñase. Savigny refuta esta fábula, inventada al parecer dos siglos posteriormente al tiempo a que se refiere, después de examinar las pruebas en que quieren apoyarla. Nos basta aquí decir que el Derecho romano no cayó en un total olvido y abandono; que ningún dato existe para probar la existencia de la ley de Lotario, y que el hallazgo y la donación del manuscrito podrían tener importancia cuando estaba extendida la opinión, hoy abandonada, de que todos los manuscritos existentes eran copia del de Amalfi. Al principio del siglo XV, de resultas de la conquista de Pisa pasó el manuscrito a Florencia, en donde hoy se conserva. A este manuscrito, mejor que los otros por su corrección, se le ha dado sucesivamente los nombres de Pandectas Pisanas y Pandectas Florentinas.

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Fuente:
Curso histórico-exegético del Derecho romano | D. Pedro Gómez de la Serna | Páginas 104 - 110.