La península Ibérica fue dividida en provincias. En la época del emperador Augusto (14 d.C.) se consideraron tres grandes provincias:
. La Bética: que coincidía casi con la actual Andalucía exceptuando la zona costera de Almería.
. La Lusitana: que abarcaba parte de la Extremadura actual, zona de Salamanca, y la franja portuguesa hasta la altura de Oporto.
. La Tarraconense: que incluía el resto de la Península, es decir la franja portuguesa norte y Galicia, el resto de la franja cantábrica, y todo el territorio desde el Pirineo hacia el Sur y hacia el Este, es decir la costa mediterránea, además de las islas Baleares.
Mucho más tarde, a principios del siglo III d.C. cuando el Imperio romano sufrió una profunda crisis, la península Ibérica se dividió en seis provincias: Bética, Lusitania, Cartaginense, Tarraconense y Gaélica.
En esencia no es tan importante el número de provincias, sino el hecho de que éstas constituían un orden superior del que se derivaban órdenes inferiores, como los municipios, estableciéndose un entramado organizativo perfecto. Los gobernadores de las distintas provincias podían controlar, a través de los funcionarios subordinados y los distintos tipos de magistrados, tanto la recaudación de impuestos como el orden público, la justifica, el reclutamiento y las exportaciones de productos de alto valor estratégico o económico.
Aunque no se puede hablar en esta época de una escolarización o educación como tal, sí que se divulgó con prontitud un idioma común, el latín, que pronto se vulgarizó y degradó, y acabó creando un vínculo común idiomático para toda la población de la Península y el Imperio.
Se crearon escuelas en las ciudades más importantes, evidentemente para disfrute de las clases privilegiadas, pero los centros de cultura latina irradiaron inevitablemente en su entorno propiciando la penetración de la cultura romana.
La administración se apoyó sin duda en un ejército, cuyas guarniciones distribuidas por toda la península Ibérica se desplazaban con rapidez, en caso de necesidad, por la red de espléndidas calzadas romanas que surcaban todo el territorio sometido. Esta red de calzadas romanas sirvió para agilizar las comunicaciones de una forma tan eficaz cuando desapareció el Imperio Romano.
Otro elemento unificador de importancia, aun en una época en la que el trueque o intercambio directo era muy frecuente, lo constituyó la utilización del denario de plata como moneda de uso corriente.
Las vías de comunicación que hicieron accesibles todos los rincones de la península Ibérica, la moneda común, el idioma, la administración y un ejército organizado y distribuido estratégicamente, dio una cohesión insólita a la península.
Es cierto que subsistieron muchas singularidades autóctonas, que perdieron costumbres y cultos diversos (hasta la llegada del Cristianismo que alcanzó rápidamente la condición de religión predominante) y que no todas las poblaciones alcanzaron en el mismo grado de civilización romana, peor en conjunto los resultados fueron bastantes homogéneos y sorprendentes si tenemos en cuenta el complejo mosaico que constituía la España prerromana.